25 abril, 2010

Los Ojos que Ven (Capítulo 8)


Tras el que me pareció el viaje más largo y escalofriante de mi vida, así como insoportable debido al agradable niño situado detrás de mí y que una vez tras otra arremetía con todas sus fuerzas inacabables patadas a mi asiento, aterrizamos en el aeropuerto y sentí que volvía a respirar.
Tomé mis maletas, que no eran pocas a causa de la insistencia de mi abuela de que todo era importante, y en cuanto pasó un taxi libre hice la señal para que parara. Me subí contenta de estar de nuevo en casa, solo en aquellos momentos me di cuenta de lo mucho que había echado de menos todo aquello. Le indiqué amablemente al taxista el destino al que debía llegar y luego me acomodé, al fin, en el asiento del copiloto dejándome llevar por la suave música procedente de la radio mientras mis ojos volvían a situar todos aquellos paisajes en mis más profundos y a la vez especiales recuerdos.
Una vez estuve en el pueblo me sentí segura, conocía las calles y a las personas y a partir de allí me las podía apañar sola. Agradecí al taxista el transporte pero cuando fui a pagarle se negó rotundamente.
- Por favor, acepte el dinero. Tengo que pagarle - Movió la cabeza y sonrió. Me era especialmente familiar, aunque no sabía por qué.
- Te he reconocido en seguida, Aremis. Qué mayor que estás. No sabes cuánto lamento lo que les sucedió a tus padres - Al ver mi reacción de incredulidad volvió a sonreír - Estudié con tu padre, era un hombre maravilloso.
- Sí que lo era y lo sigue siendo allí donde esté.
- Seguro que sí. Si necesitas cualquier cosa, solo tienes que llamar a la compañía de taxis y preguntar por Held - Asentí y se subió de nuevo en el coche despidiéndose con la mano a través de la ventanilla.
Me quedé allí con las maletas, sabía que debía ir cargando con ellas hasta el bosque, ya que era allí donde se hallaba la casa de la abuela. Gracias al cielo pude apañármelas para colocármelas en hombros y manos de tal manera que pudiese arrastrarlas todas, aunque estaba segura de que no llegaría entera. Había comenzado a andar, dirigiéndome hacia el camino que llevaba a casa de mi abuela, cuando una mano se depositó sobre mi hombro reteniéndome en el lugar. No es que estuviera haciendo una fuerza más allá de lo normal pero el peso de las maletas contribuyó al hecho de que a ese individuo le fuera más fácil el que me quedara allí estacionada como una mula de carga.
- ¿Necesita ayuda, señorita? - Me dijo aquella voz atrayente. Mientras hacía ademán de girarme comencé a hablar.
- No se preocupe… - Al mirar aquellos increíbles ojos verdes y el cabello cuyo color era semejante al cobre tiré las maletas al suelo estando cien por cien convencida de que sabía quién era.
- ¡Aileen! - Se sorprendió cuando grité su nombre y seguidamente le salté al cuello - Oh, Dios mío… ¡Cuánto tiempo! - Él no sabía quién era. Lo noté en sus ojos. Quizás me había confundido - Soy Aremis - Sí que era él. La mueca que hacía segundos se había adueñado de su cara ahora se tornaba en la sonrisa de mi primo
- Aremis… Has cambiado tanto - Mi primo y yo cuando éramos niños nos veíamos siempre a escondidas, nos queríamos mucho, él era mi mejor amigo. Pero nuestros padres hacía muchísimo tiempo que no se llevaban bien, así que nunca dijimos nada y mantuvimos nuestra amistad en secreto. Cuando tenía diez años, tras la muerte de mis padres, yo me fui con mi abuela a Estados Unidos y perdimos totalmente el contacto.
- Tú también - Le dije sonriendo mientras le tocaba levemente el brazo.
- Lamento muchísimo… - Vi por dónde iba encaminado así que lo silencié.
- No me vendría mal que me acompañaras, esto pesa una barbaridad…
- Hay algo en lo que no has cambiado… Sigues sin hablar de las cosas que te hacen daño… - Le sonreí dejándole claro de ese modo que quería que cambiara de tema.
De camino a la casa de mi abuela me contó todas sus aventuras amorosas y me habló de la universidad. Mi primo era tres años mayor que yo. Me preguntó sobre mi abuela y mi hermano, con el que también se llevaba bien.
Cuando llegamos me dijo que pasara a verlos, que sus padres se alegrarían pero intenté buscar una excusa, no me apetecía ver a mis tíos, ni siquiera se había dignado a venir al funeral de mis padres, pero mi Aileen estuvo allí, apoyándome, queriéndome.
Nos despedimos prometiéndonos que nos veríamos más veces en el tiempo que pasara allí. Entré en la enorme casa rodeada por densos árboles y matorrales. El olor era el mismo que recordaba; dulce, amable, acogedor. Era mi hogar y me sentía completamente feliz.
El polvo cubría con una gruesa capa los muebles, pero no me importó pensar en limpiarlos, de ese modo podría recorrer todos los recovecos de mi infancia. Fui hasta mi habitación la cual permanecía recubierta por los posters de dibujos animados que mi abuela había colgado en mi niñez para que cuando me despertara en medio de una pesadilla viera cosas dulces a mi alrededor. Aun así yo tenía en mi mesilla de noche una foto de mi abuela, que era la que realmente me tranquilizaba con sus ojos brillantes y su sonrisa encantadora.
Me senté en la polvorienta cama sintiendo el crujido de la estructura de madera. No me importó, dormiría incluso en el suelo mientras estuviese bajo ese techo.
Por la tarde, decidí bajar nuevamente al pueblo para hacer algunas compras. Necesitaba comida y no me apetecía alimentarme de bayas. Compré alimentos para varios días, me apetecía estar arriba, en el bosque, no rodeada de gente, de hecho siempre me había sentido una extraña entre las multitudes, además todas aquellas personas conocían mi pasado y no me apetecía que me recordasen una y otra vez que mis padres ya no estaban. ¿Qué ganaban con ello? Ya habían ido al funeral hacía seis años, necesitaba que me dejaran en paz.
Por la noche, encendí una hoguera en el jardín y me senté a ver las estrellas. Hermosas, grandes y luminosas como siempre habían brillado en aquel místico lugar. Lo había echado tanto de menos…
Noté una presencia tras los matorrales. Me levanté y me dirigí hacia allí con lentitud, me percaté del movimiento. Vi unos ojos que me observaban y cuando di un paso más lo que se escondía allí echó a correr y yo detrás de él o ella, no sabía muy bien qué o quién era.
Corrí dejándome los pulmones y el alma, arañándome con las ramas de los árboles, tropezando, cayendo y volviendo a levantarme. Llegué a un claro donde había una inmensa casa blanca, la niña estaba unos metros por delante de mí y sin volver la mirada atrás en ningún momento se introdujo en el interior.
Fui hasta la puerta, ya sin correr, y llamé con lentitud. Se abrió y al otro lado apareció la niña que me miraba asustada.
- ¿Quién eres? – Le pregunté. Esa casa no había estado allí antes, quizás la habían construido en aquellos años en los que había estado fuera.
- ¿Eres Aremis? - Me dijo sin contestar a mi pregunta.
- Sí, lo soy.
- Yo soy Peann. Te estaba esperando - Un escalofrío se apoderó de todo mi ser.
- ¿Están tus padres en casa, Peann?
- Murieron. Tengo que estar contigo. Me necesitas - No entendía lo que aquella niña quería decirme, pero me entristeció cuando me dijo que sus padres habían fallecido.
- No lo entiendo.
- Me necesitas - Me dijo una vez más.
- ¿Para qué?
- Para que puedas entender y ver mejor lo que se muestra en tus ojos.

1 comentario:

  1. Aaaaaaaaaaaaaaaaah!!!
    ME ENCANATAAAAAAAA!!! (L)
    Otro buenorro que añadir a la lista :P
    TQM!!

    Vale

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