Salimos de la casa en silencio. Ninguno de los dos dijo nada sobre lo que acabábamos de ver. La noche estaba cayendo sobre las calles, los edificios, los coches... y solo nos alumbraban unos focos de luz artificial que hacían que cada vez que miraba el rostro de Jake lo viera todavía más triste. Caminaba desganado, con la mirada clavada en el suelo intentando buscar consuelo en algún lugar que a mí me pareció inalcanzable.
No sabía qué hacer para que se sintiera mejor, sin embargo, en todas las ocasiones en las que yo me había encontrado decaída, él había solucionado mis penas con las palabras exactas que necesitaba escuchar, aquellas palabras que hacían que no me sintiera culpable, las que hacían que me perdonara a mí misma.
Y ahí estaba yo, caminando por la calle a las tres de la madrugada con mi mejor amigo el cual estaba realmente hundido. Nunca había sido una persona de muchas palabras, supongo que era porque las utilizaba para las cosas estrictamente necesarias. La comunicación definitivamente no era lo mío. Al final obté por el medio tradicional, aquel por el cual sin decir nada lo decimos todo.