10 abril, 2010

Los Ojos que Ven (Capítulo 5)


Tras aquello me encerré de tal manera en mí misma que perdí totalmente la noción del tiempo y el espacio. Me metí en la cama y no volví a salir de ella en mucho tiempo, el suficiente para pensar y tener la posibilidad de volverme completamente loca.
No me levantaba salvo para ir al aseo y ducharme de vez en cuando. Permanecía sentada con la vista clavada en la pared azul de mi cuarto que me recordaba al océano. Se me pasaban por la cabeza mil cosas, pero la que más me turbó fue el pensar que yo había soñado con la muerte de mis padres y no había hecho nada para impedirlo. Aunque intentaba regresar a aquella noche del fatídico día, no conseguía recordar nada. Cogí mis diarios de entonces y los leí detenidamente intentado encontrar alguna pista que me llevara a la respuesta que necesitaba escuchar, aunque estaba completamente segura que si me juzgaran la única palabra que lo diría todo sería culpable.

Culpable de ser como era, de esconder mis sentimientos para que nadie se acercara, por poder evitar cosas que al final acababan en desgracia, por no saber qué decir ni qué hacer, por estar allí postrada en la cama pensando en mil estupideces cuando debía estar junto a Iride en el hospital, por preocupar a mi abuela que permanecía a la espera de que hablara con ella, pero ante todo, culpable por el simple hecho de haber nacido.
Durante aquellos días me mantuve despierta tomando todo aquello que me facilitara esa acción de no cerrar los ojos y dormir, que me alejara de mis sueños, porque en ese momento lo último que necesitaba era “ver” que alguien me necesitaba y no poder hacer nada para ayudarle.
Intenté mantener la mente ocupada, leyendo, dibujando, escuchando música a todo volumen para no oír los pensamientos que tanto daño me hacían. En ningún momento lloré, no encontraba un motivo exacto, eran demasiadas las personas por las que debía derramar un mar de lágrimas y no pude. Al séptimo día de mi trance se abrió la puerta de mi habitación, pensé que era mi abuela, que como todos los días entraba con una bandeja de comida para volver una hora después y llevársela tal cual la había traído, pero no, era mi hermano. Se me inundaron los ojos de aquellas lágrimas que había querido retener. Él me miró con aquellos ojos verdes idénticos a los de mi abuela. Solo cuando sentí que se sentaba a mi lado y acariciaba mi cabeza como cuando era niña, me di cuenta de cuánto lo había echado de menos, cuánta falta me había hecho su presencia en diversos momentos de mi vida, me di cuenta de lo mucho que quería a mi hermano.
- Clark...
- Tranquila preciosa, no llores - Me abrazó fuertemente y permanecimos los dos tumbados en la cama mientras me desahogaba.
- Te he echado mucho de menos...me hacías tanta falta...
- Lo sé. Venga, ¿quieres contarme algo? - Aquellas palabras fueron necesarias para que pudiera sentir que podía confiar en él. Y le conté cada segundo que se había perdido, todo lo que había pasado con Damian, todos mis sueños, todo. No le sorprendió nada de lo que le dije, ni siquiera el hecho de que mis sueños se hicieran realidad.
- Vamos, todo se arreglará cuando empieces a entender. Tendrías que comer algo, la abuela está preocupada.
No le pregunté por qué había venido porque ya sabía la respuesta y tampoco qué significaba la expresión “cuando empieces a entender”. Me levanté de la cama y salí por la puerta dirigiéndome al salón donde mi abuela permanecía sentada en un sillón mirando fijamente la televisión.
Se levantó en cuanto me vio y se acercó a mí y me abrazó tan fuerte que pensé que me rompería. No lloré porque ya me sentía bastante bien tras haber hablado con mi hermano. Mi abuela me dijo que debía dormir y aunque yo negué con la cabeza, sabía de sobra que efectivamente lo necesitaba. Comí un sándwich debido a la insistencia de mi abuela y a la amenaza de mi hermano.
- O te lo comes o te lo trituro y te lo meto por un tubo - Me dijo mientras intentaba ponerse serio a pesar de que se veía una clara sonrisa en sus ojos.
Me metí en la cama de nuevo después de colocar unas sabanas limpias. Bajé las persianas para acabar con la luz del día y me sorprendió lo rápido que desconecté de ese mundo para sumergirme en otro, en el de los sueños.
Había un prado impresionante donde cada rincón del suelo estaba cubierto por flores de diferentes tonalidades y aromas. El sol brillaba intensamente y los pájaros piaban alegres melodías. A lo lejos vi a una muchacha sentada en el prado acariciando una ardilla que comía de su mano. Era un lugar idílico. Me acerqué hasta ella y la reconocí casi al instante.
- Iride - Me miró pero no me contestó. Tras la increíble conexión que había tenido con ella el día del accidente me costaba saber si estaba realmente allí o solo la había introducido en mi cabeza para volver a tener una de aquellas cosas que mi abuela llamaba “vistas”.
- ¿Me escuchas? - Insistí. Sabía que sí, fue una sensación complicada de explicar. Miró hacia el cielo y las vi. Dos plumas inmaculadas caían lentamente desde el cielo depositándose una tras otra en mi mano.
-Son hermosas - Dije y enseguida vi que Iride sonreía.
Se disiparon poco después, al igual que Iride y todo lo que había a mi alrededor. Todo se volvió oscuridad y cuando abrí los ojos estaba de nuevo en mi habitación. Me levanté lentamente, bebí agua del vaso que alguien había dejado en la mesilla de noche y salí de la habitación en silencio una vez que vi que eran las cuatro de la madrugada. Fui hasta el salón donde mi abuela tenía aquel libro antiguo, Interpretación de los sueños, y lo tomé con cuidado mientras me sentaba en una silla y me apoyaba con los codos en la mesa alumbrada por la luz de la lámpara.
Mi abuela me había enseñado que primero debía buscar de lo general a lo específico. Busqué prado en primer lugar, animales, conocido y plumas por último.
El prado significaba libertad que todavía no me habían proporcionado, los animales eran símbolos de dificultad, el conocido era contacto y destino y finalmente las tres plumas indicaban conexión espiritual.
No entendía nada de aquello pero por lo menos, ninguno de los elementos significaba muerte. Cogí el portátil y encendí el messenger, pero no había nadie como era de esperar, ya no tenía sueño pero sí mucha hambre. Ataqué la nevera y estuve viendo la televisión hasta que mi hermano se despertó.
- Buenos días, peque.
- Hola tete - Lo abracé fuertemente y él comenzó a reírse - ¿Te vas a quedar?
- Sí, me quedo.
- ¿Puedo pedirte un favor?
- Adelante.

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